Queridos hermanos y hermanas en Cristo,
En este decimoctavo domingo del Tiempo Ordinario, las lecturas nos ofrecen esperanza, especialmente en momentos de tormenta. Estas palabras resuenan con mi vida, mis desafíos y mi fe en la presencia constante de Dios.
Creciendo en medio del caos de la guerra de Vietnam, enfrentando las secuelas traumáticas de aquellos días oscuros, y los desafíos de reasentarme en los Estados Unidos siendo adolescente, he soportado muchas dificultades que pusieron a prueba mi fe. La muerte dolorosa de mi padre durante la pandemia y la reciente hospitalización crítica de mi madre han marcado aún más mi arduo camino. Como sacerdote, a menudo me llaman a acompañar a muchos de ustedes en nuestra comunidad a través de sus propias tormentas, ya sean la pobreza, enfermedad física o mental, angustia emocional o espiritual, u otros desafíos. La gente con necesidades profundas toca a diario las puertas de la Iglesia, buscando consuelo y esperanza. Me encuentro profundamente involucrado en estos juicios como párroco, sintiendo el peso de soluciones inalcanzables, esforzándome por brindar compasión y empatía, incluso cuando me siento agobiado.
Sin embargo, en medio de estas experiencias personales y comunitarias, brilla la realidad de que sólo Dios puede calmar verdaderamente las tormentas de la vida. Nuestra fe, probada en estos momentos de vulnerabilidad, a menudo surge fortalecida. Como Elías, que escuchó la voz suave de Dios en medio del caos (cf. 1 Reyes 19:9a, 11-13a); como Pablo, que encontró consuelo en el dolor (cf. Romanos 9:1-5), y como Pedro, cuya fe vacilante fue recibida con el firme agarre de Cristo (cf. Mateo 14:22-33), yo también he sentido la presencia tranquilizadora del Señor cuando más la necesitaba. Ya sea en la sala del hospital con mi madre, en el confesionario o ante el Tabernáculo del Señor, o en la oración tranquila con aquellos que sufren, la presencia calmante de Jesús ha sido un suave recordatorio de que incluso cuando los problemas parecen insuperables, Él está allí. A menudo, Su presencia no está en momentos dramáticos, sino en susurros silenciosos, una mano extendida, una promesa de oración o un pequeño gesto de apoyo.
Comparto esto no como una reflexión sobre mí, sino como un recordatorio para todos nosotros de apoyarnos en Cristo siempre. Reflexionen sobre sus experiencias y reconozcan la presencia de Cristo. En el Evangelio de este domingo, Jesús caminando sobre el agua es una promesa divina de control sobre la vida. La lección aquí es que, incluso cuando flaquea nuestra fe, Jesús está listo para guiarnos.
Entonces, ¿cuál es nuestra esperanza en medio de las tormentas de la vida? Reside en nuestra confianza en Jesús, en nuestra atenta escucha de su susurro gentil, seguros de que siempre está cerca. Cristo es nuestra ancla, y nuestra fe en Él, junto con el amor y el apoyo de nuestra comunidad eclesial, nos guiará a través de cualquier tempestad.
Siento una profunda gratitud a Dios porque, a pesar de las tormentas que he enfrentado, ninguna ha logrado empañar mi perspectiva general positiva de la vida o mi espíritu alegre. Más bien, estas pruebas han fortalecido mi fe en que Cristo está en el barco conmigo, guiándome a través de las aguas tumultuosas.
Que la Palabra de Dios hoy los fortalezca de la misma manera que a mí. Juntos, anclados en nuestra fe en Aquel que calma las aguas, navegaremos las tormentas de la vida, seguros de que con Cristo, podemos enfrentar cualquier cosa.
Unidos en oración y amor,
Mons. Cuong M. Pham